jueves, 19 de febrero de 2009

Historias personales (Por Nanuk)

La primera noche fue una caminata, unas cervezas, una pizza. Conversaciones. Nos tomamos de las manos. Nos besamos. Hicimos el amor.

Tres días antes nos habíamos visto por primera vez. Sus ojos suavemente rasgados le daban un aire distinto, no del lugar. Claramente no se semejaba al resto de las mujeres del país, en donde existía una extraña influencia japonesa que había invadido desde los barrios populares hasta la presidencia de la república unos años atrás. Su boca era una línea tenue rodeada de unos cabellos negros que caían en línea recta a cada lado. Sólo algunos cabellos, el resto estaban tomados fuertemente por un moño en la parte de atrás de su cabeza. Una blusa negra con flores blancas. Un jean nuevo que luego supe había comprado solo para poder asistir al encuentro. Unos zapatos viejos que hablaban de paseos y caminatas, de descuido aventurero, de rolar por caminos latinoamericanos. Eso también lo supe después. Era delgada, de suaves líneas. De un solo vistazo ella reclamó toda mi atención. Habían pasado años en los que me había dedicado a ver y no ver a muchas mujeres, a diluirme en abrazos que realmente no me significaban nada excepto un consumo quizás tonto de tiempo y ánimos. Estaba cansado de la búsqueda. No cruzamos ninguna palabra. Ella estaba tres filas de asientos más atrás (la sexta de adelante hacia atrás, en el tercer asiento, a la derecha de la sala), sentada sola observando las charlas. Era en la mañana. Yo me encontraba en el país por trabajo. Mostrarse un poco y ver a los demás.

Me había quedado en un hotel en el Miraflores de Vargas Llosa, lleno de casitas pequeñas, niños jugando en las calles. Pero con tal mal tino que fue precisamente frente al óvalo de Miraflores, donde las casitas estaban escondidas tras grandes edificios y los niños solo podían jugar hasta las 10 de la noche, porque después se volvía terreno de artesanos, puestos de comida, vendedores ambulantes, turistas y asaltantes de turistas. Estaba en una habitación no muy grande en un tercer piso. Tenía su propio baño y por el día estaba bien, pero por las noches era bastante ruidoso puesto que había una ventana que daba a un patio interno, al que daba también una ventana de un restaurant árabe, donde durante el día era posible observar siempre los mismos comensales en los mismos asientos (uno en cada mesa del local; en total 4), pero por las noches se llenaba de estudiantes que llevaban a sus novias y turistas que querían probar la curiosa mezcla de comida árabe con comida peruana, tal y como ocurría con los conspicuos locales de comida china. Lamentablemente para ellos, el dueño del local era un Sirio de apellido Nehgme, quien se tomaba muy a pecho el continuar con las tradiciones familiares. Yo también fui uno de los turistas que querían conocer la mezcla, pero se encontró comiendo rollos de carne envueltos en hojas de vid tal y como señala la tradición, más un trozo de salmón adobado con salsa de sésamo y con las oportunas semillas de sésamo que buscan fácilmente la forma de quedarse entre dientes. Frente al hotel había una pequeña plaza que daba directo al óvalo. Un par de calles hacia un lado se podía llegar a la playa, donde había un enorme centro comercial. Por el otro se iba directamente al corazón de la ciudad.

Mi primer día en la ciudad me dedique a conocerla lo mejor que pude. Camine por distintos sectores, primero buscando un lugar donde comer, luego caminando sin rumbo. Tomé un taxi que fue mi primer acercamiento con el tránsito vehicular limeño. En cosa de minutos pude distinguir el patrón que definía a un buen conductor: nervios de acero, velocidad de reacción, una voluntad a toda prueba, poco respeto por el otro, sea peatón o vehículo, y un total desconocimiento de las leyes del tránsito. Los elementos más utilizados eran: pedal del acelerador, embrague, palanca de cambios, bocina. En ese orden. A su favor puedo decir que en cosa de 10 minutos recorrimos casi 17 kilómetros de ciudad, toda una odisea. En el centro de la ciudad di algunas vueltas alrededor de la plaza de armas, la antigua casa del virrey, el regidor y el monasterio. Cerrando el marco de esa bella plaza se veía la imagen de un cerro que, creí, me permitiría ver la ciudad completa. Así descubrí que había unos paseos que partían de la misma plaza hacia el cerro San Cristobal, que era su nombre. El bus, que era como todos los buses de la ciudad, rodeaba una serie de calles, mientras que un animador iba entregando información interesante para los turistas. El parque del muro: un parque completo dedicado a los restos de un muro de defensa que existía alrededor de la parte antigua de la ciudad, al lado del Rimac, que protegía a la ciudad de los ataques de piratas en el puerto cercano, en esa época, a la ciudad, puerto que después fue destruido en una antigua guerra por la armada chilena con el fin de darle preponderancia económica al puerto de Valparaíso.

Al inicio todo parecía bien, luego de un par de calles el movimiento del bus y la gente se hacía divertido, las calles nuevas, los rostros en la calle que miraban a las ventanas, rostros que solo aparecen un segundo en la vida y que se borran con la velocidad del vehículo, cediendo paso a nuevos rostros que no dejan mayor huella que los anteriores. Mis ideas del momento iban hacia la ciudad, hacia la gente, hacia las vidas de la gente, los caminos que seguían y a imaginar hacia donde los llevan los pasos que los veo dar. La subida del cerro dejó en claro que había sido una muy mala idea tomar ese rumbo. El camino estaba en el tope de un hombro de la montaña, apenas lo suficientemente ancho para que el colectivo pudiera circular. A cada lado un precipicio que a cada minuto se hacía más y más alto. Algunas mujeres empezaron a moverse inquietas, mientras sus esposos y novios pasaban brazos tranquilizadores por sus hombros, gesto que se veía disminuido por sus rostros duros, tensos, con la vista moviéndose desde el conductor a la ventana, y viceversa. En cierto modo, me tranquilizó saber que no era el único. La tensión era clara en cada curva, la velocidad era demasiado alta incluso para que un conductor experimentado subiera esa cuesta. Algunos niños comenzaron a llorar. Yo dejé de mirar por la ventana. Poco me importaba poder contar con una vista privilegiada del centro de la ciudad, de la parte antigua, de la segunda plaza de toros más grande del mundo (se podían ver largas líneas de vehículos queriendo ingresar al recinto, un regalo de la ocupación española). Las pocas casas que se equilibraban en los rellanos de la subida hablaban de gente de poco dinero, triste, con rostros largos que llamaban a la mendicidad, pero quizás esa sólo sea mi interpretación. ¿Qué sé yo de tener que mendigar para vivir? Las preguntas se venían a la cabeza y me avergonzaban. Con eso vi el verdadero rostro de esta gente. Gente que ama su tierra, gente que ha vivido cientos de años con la certeza de ser grandes, de ser imponentes, de no tener nada que envidiarles a los que vienen a conquistar, a los que vinieron a conquistar. Se saben descendientes de los grandes padres Incas, Hijos del Sol, saben hasta donde llegaban sus límites y aún en medio de su ciudad moderna más importante, conservan sus costumbres como ningún pueblo que he conocido. En sólo un cambio de velocidad mi cabeza pasó de la lamentación a la admiración. Podía sentir su fuerza cada vez que pronunciaban el nombre de su país. Y no sólo eso, me sentía respetado. Respetado por ser un vecino, respetado por ser un igual. Un niño a mi lado comenzó a gemir… le tomé una fotografía, le di un caramelo, le dije que todo estaba bien, y se calmó.

La cima era un lugar increíble. La ciudad había dejado de lado la luz de noviembre para darle lugar a la electricidad. Cientos de luces haciendo un mosaico de calles y edificios, de casas y barrios. A un lado se podían ver los grandes vecindarios, en los que los edificios y plazas daban el aire de una gran ciudad, moderna, rica. Al otro, cientos de barrios mal iluminados, con carreteras de alta velocidad pasando por el medio, dividiendo poblaciones completas. Recordé las calles de mi patria, y me di cuenta que no éramos tan diferentes, sino lo mismo e igual. El niño se me acercó de nuevo para que le tomara otra fotografía, esta vez con otros dos niños, y la madre de uno de ellos. No sonrieron para la fotografía, pero si me sonrieron para agradecerme. Me hicieron sentir más en casa que nunca. Ya el miedo de la subida había pasado. A los 15 minutos el conductor llamó a la gente, advirtiendo que si no llegaban en 5 minutos, el bajaba sin los que faltaban. Al minuto todos estábamos arriba.

El descenso no fue mejor que el ascenso. Ya nadie miraba por las ventanas. Yo solo veía la línea continua de luces que marcaban el avance del bus, techos perdidos entre los filones de roca que sobresalían, muchachos que subían la pendiente con bolsas con comida, mochilas con herramientas. Eran los hombres que vivían en la colina, llevando la comida a casa. No tenían dinero para el bus que sube… de todas maneras, el bus era solo para turistas. Ellos debían subir la cuesta caminando. Los sentí dignos y fuertes. El niño a mi lado me mostraba hacia donde quedaba su casa.

Sueño contigo en mis desvelos, pienso en ti en mis sueños. La contradicción es inherente, pero escapas a todo lo que puedo entender. Hay una esencia en ti que me hace escapar de mis ideas, que me hace perseguir como sabueso las huellas que deja tu cabello en las hileras de nubes. He visto tu sonrisa y he visto tu llanto. Con la Bella he sido lo más pleno, lo más completo, tanto que no entro en el recipiente que se me ha dado para guardar y atesorar lo bello. Con la Triste he sentido el arrancar la piel sobre mi carne, he observado y vivido todo lo que es trágico.

Comimos un par de veces pero tu cercanía me generaba una incomodidad poco común. Esos días no conocía a nadie pero la tranquilidad en el aire permitía que todos fuéramos nosotros mismos y nos conociéramos en la tranquilidad, casi, de nuestras propias vidas. Había una fuerza de planeta en tu centro. Mis raíces siempre apuntaban hacia el centro de tu ubicación, tu rotar en un espacio redondo y concéntrico, en continua expansión a causa de la explosión de tu nacimiento. Todo esto me hacía seguirte continuamente. A veces llegabas tarde. A veces te ibas temprano. Todo lo sentía con tu fuerza planetaria, tu gravedad. A veces parecías cambiar tu esencia de planeta en el paso de un cometa, en el rotar de un satélite. Mi peso específico no era superior a tu atracción. Seguía tus pasos, te veía entrar y salir, te buscaba con la mirada y te encontraba como quién busca una estrella conocida, como el astrónomo busca los planetas a través de su ojo gigante.

Las conversaciones fútiles no servían para acercarnos. A la edad de 14 años aproximadamente dejé los muros de mi propia fortaleza, la que tal vez fuera una cárcel, dependiendo de cómo se la vea, para dar rienda suelta a los caminos de mi propia pasión. De ahí en adelante el camino siempre fue algo interesante y divertido por descubrir. Encontrarte fue como encontrar una puerta cerrada, un puente roto frente a un gran río. Después de mucho tiempo me sentía perdido. Cada vez que abría la boca revisaba mentalmente todas las frases pensadas y preconcebidas con las que uno debía dirigirse a las mujeres, la forma habitual en la que me había dirigido a ellas, con respeto e igualdad, pero con la tranquilidad que le dan al artesano los años o el agua a las piedras en el río. Me sentía indefenso y hasta un poco tonto.

La cena empezaba a las 9. Todos estaban organizados para asistir en grupos. Por mi parte al principio poco me importaba. Sabía, o creía saber, que no irías. De todas maneras, luego de pensarlo un poco, decidí ir. Tomé una ducha para despertar, me había dormido un par de minutos. Me vestí y tomé un taxi dando las indicaciones del lugar. El taxista sabía menos que yo como llegar, así que logré orientarnos consultando el mapa de la ciudad, mapa que cargo cada vez que voy a un lugar que no conozco y deseo recorrer. Una vez ahí hubo un enorme problema por las mesas y los lugares, y finalmente decidimos irnos a otro piso. Estábamos los mismos, menos nuestro amigo estadounidense-mexicano-francés. Comimos, sólo los dos. Fue una escena curiosa vernos comer como si estuviéramos solos, viendo los bailes y el entrar y salir de la gente al escenario, hasta que nosotros decidimos hacer lo mismo. Nos tomamos algunas fotos y nos reímos. En un momento, en medio de los vapores de la comida, el baile, la música, la cercanía y la distancia de la gente que nos rodeaba, tomé tu mano y te invité a bailar. Solo fue una o dos piezas. Fuimos torpes, fuimos como dos varas. Pero nos divertimos. Nos reímos, y por primera vez sentí que éramos completamente nosotros. Nos prometimos volver a intentarlo, nos prometimos volver a tomarnos de las manos.

Una noche fuimos un grupo a comer. Buscamos primero en distintos lugares y al fin nos fuimos al gran centro comercial. La comida fue deliciosa. No tuve la oportunidad de hablar contigo durante la comida. Tú a un lado de la mesa, yo al otro. Solo al entrar y al salir pudimos entrar en contacto. Nos tomamos unas fotografías. Casi por casualidad me coloqué a tu lado para ello. Creo que supiste mis intenciones y colocaste tu brazo sobre mi hombro. La noche fue larga y divertida, pero mis ojos eran completos para ti, para lo que hacías, para lo que decías. Hablabas con otro muchacho. A él no lo veía. Al salir caminamos juntos con otros amigos hasta el óvalo. Yo quería quedarme con ustedes, o más bien eternizar esa noche que daba la idea de solo comenzar. Deseaba tenerte cerca, deseaba poder besarte. Yo mismo detuve el taxi y subiste con otros para volver a tu hotelito. Me quede mirando cómo se alejaban.

La tarde siguiente nos encontramos en el centro de la ciudad y con lo que sabía de ella hice una suerte de guía para todos, pero los demás realmente no me importaban. Tu llegada era lo único que deseaba. En el centro de la plaza caminamos hacía un taxi. Las líneas de la ciudad nos confundieron y parecía que nos alejábamos a medida que caminábamos hacía nuestro lugar de origen. Al fin tomamos un taxi que nos llevó al barrio de Barrancos. En él encontramos muchos bares, algunos pubs, pequeñas tiendas, plazas, puentes y una iglesia. Unos novios vestían los ojos del otro en la eterna promesa de su amor recién pactado. Les tomé una foto sólo por el placer de hacerlo. Todos reíamos, todos disfrutábamos. No pude resistir y te abracé y nos tomé una foto juntos. Horas, días había deseado poder tocarte como te toqué en ese momento, no podía entender como había podido resistir tantos días sin haberlo hecho y sin embargo había podido estar a una distancia en la que me sentía respetuoso de ti, en la que me veía como satélite que anhela y rechaza al mismo tiempo. Tú dejaste que el abrazo fuera, tú dejaste que por un segundo fuera tu dueño. Por un segundo te adueñaste de mis actos. Por suerte ese segundo quedó guardado. El resto de la noche nos volvimos a separar. Cada uno en su propia orbita compartiendo un espacio conjunto. Los latinos que me decían gringo, y al gringo que le decían latino. Las conversaciones entre ridículas y en serio mezclando el trabajo con bromas que no podían ser entendidas en otras mesas. El bar de pequeñas dimensiones pero con siglos de historia. A ratos nuestras manos se tocaban y sentíamos la piel de cada uno tomando posesión centímetro a centímetro del otro, pero retrocediendo rápidamente como pequeños animales recogiendo migajas ante quien temen y no temen al mismo tiempo. Los sándwich de cerdo fueron deliciosos. Yo tomé dos.

Llego la hora de irnos. Elegimos un taxi. Íbamos el uno al lado del otro. Reposaste tu cabeza en mi hombro. Puse mi brazo a tu alrededor. Tu mano derecha acariciaba mi pierna izquierda. Mi mano acariciaba tu cabeza y mientras besaba tu cabello decía tu nombre y era feliz.

Al día siguiente salimos a una mezcla de desierto y bosque. Era mi penúltimo día. El recuerdo de la noche anterior aun estaba presente. El camino entre el museo y el terminal de buses fue una sola conversación en la que veía la distancia que había entre nosotros: una persona. Vi tu pendiente de violín. Hablaste de tu colección de violines o como querías tener una. Cuanto decías lo absorbía con deseo. Cuanto nuevo te oía decir era un nuevo regalo. También intentaba hacerte estos regalos. Era un juego para mí dar detalles insignificantes de mi vida que como en un juego de cartas era una forma de darte a ver todas las cosas que había en mí. Y veía que habías captado el juego. Con naturalidad, quizás ni tú misma lo habías notado. Nueve de espadas, 10 de tréboles. J de corazones, Q de corazones. K de diamantes. Q de diamantes. Manga y juego.

El día en el parque fue un ir y venir entre buscarte y encontrarte, entre ver que me esperabas y como iba a tu encuentro. Entre nuestras conversaciones vacías y todo lo que estaba oculto en nuestra mutua timidez. Nos escondimos un poco entre las voces de los demás. Seguía tus pasos cerca de mí. Retrasaba los míos esperando que voltearas. Era un baile que seguía avanzando continuamente hacía el verde lejano de los montes. Esta vez los dos estábamos más seguros de lo que hacíamos al bailar.

Al regreso nos sentamos juntos. La toma de fotografías de las cañadas fue una escusa perfecta como cualquier otra para poder tocarnos sin advertir que solo queríamos hacer eso. Al poco tiempo te dormiste. Te apoyaste en mí. Me asusté, pero era miedo a despertarte. Creo que nunca había visto nada realmente hermoso hasta que te vi dormir. El sol estaba cayendo, ya se había escondido en el mar, eras un pequeño ovillo alrededor de mi cintura y mi brazo. La luz rosada daba líneas nuevas a tu rostro y me permitía explorarlo hasta agotar sus rincones. Tu respiración era un balanceo que me divertía imitando, conteniendo, igualando. Expirar cuando aspirabas, aspirar cuando expirabas, así nuestros cuerpos se movían como una sola y misma cosa. Un balancín entre tu cuerpo y el mío. Al rato despertaste. Te dije dulces palabras y tú me regalaste algunas frases somnolientas, pero que me sonaron hermosas. La única que dijiste completamente despierta: me duermo porque me confortas. La descarga de adrenalina sólo se igualó a la descarga de endorfinas. Más tarde inventé o inventamos la excusa de reunirnos. Todos estuvimos de acuerdo.

El óvalo estaba en su apogeo de día sábado. La gente paseaba entre los puestos y cientos de personas caminaban alrededor del escenario que se había montado para hacer una celebración de la navidad, aun a un mes por venir. Se veían norteamericanos con su tradicional mesura al vestir: sandalias, camisa floreada en tonos salvajes, camiseta de Macchu Picchu, un pantalón a medio muslo, un gorro de alpaca. Algunos llevaban su quena al hombro también. También muchos muchachos que por su apariencia trataban de mostrar que no pertenecían o no querían pertenecer al resto de la gente. Una forma de decir que no querían parecer indígenas. Pero la gente hermosa que aun creía que valía la pena vestir ropas tradicionales se paseaba con aun mayor gallardía entre la multitud. Tomé una banca entre el óvalo, el inicio de la avenida Arequipa y José Pardo. A eso de las 11 de la noche aparecieron con Ricardo. El inmediatamente te culpó, traían media hora de retraso. Tu llegaste y me diste un abrazo diciéndome: perdón, no lo hice a propósito. Sentí tus labios en mi mejilla. Antes de llegar ya te había perdonado.

La primera noche fue una caminata, unas cervezas, una pizza. Conversaciones. Nos tomamos de las manos. Nos besamos. Hicimos el amor.

Dejamos a Ricardo para que tomara el bus. En ningún momento pensaste irte con él a pesar de compartir la habitación. Ninguno de los dos pensó en que debían irse juntos. Creo que él tampoco. Mientras comíamos la pizza y hablábamos de nuestros lugares de origen, de las diferencias, de las semejanzas, del trabajo, del lugar, bajo la mesa tomábamos nuestras manos y entrabamos centímetro a centímetro en el terreno del otro. Cuando finalmente subió al bus y nos aseguramos que había entendido las instrucciones, aún de la mano, nos abrazamos. Éramos de nuevo dos adolescentes, ambos perdidos en una ciudad que no era propia, en una esquina desconocida, tu cartera en mi hombro se caía a cada momento, pero no tenía intenciones de dártela. Sentí tus brazos alrededor de mi cintura, tu aliento en mi cuello. Mis brazos te rodearon, sentí cada latido y cada contracción de tu cuerpo, te acerqué tanto a mí como podía hacerlo. Besé tu cuello, tu rostro, y unimos nuestros labios en una danza que conocíamos. Me incliné un poco hacia ti. Cambiaste la posición de tu cuello para amoldarte a mi cuerpo, a mis deseos, yo hacía lo mismo. Pude sentir como el piso se giraba en todas direcciones y las luces de los autos dejaban estelas largas y duraderas que se deshacían y mezclaban con las luces del siguiente auto. El sabor de tus labios, el calor de tu cuerpo, la ternura tu abrazo, el cansancio del día, la cerveza, la velocidad de los autos, el aire sucio y limpio a la vez de la bella ciudad marina y continental me hicieron perderme en un mareo que solo puedo entender como la felicidad. Quizás placer, pero prefiero inclinarme por la primera.

Te invité a mi hotel. Accediste. Vimos unas fotografías abrazados en la cama. Me dormí.

A las 4 desperté con el ruido del café del árabe. Algún contertulio no deseaba pagar una cuenta y Nehgme le echaba palabrota tras palabrota en un continuo que no podía entender. Te toque el hombro y te invité a meterte bajo la cama. Toda huella de deseo había pasado, ninguno de los dos tenía fuerza para nada. Nos dormimos.

A eso de las 8 me desperté. Salí suave de la cama para no despertarte. Creo recordar que dormimos abrazados, sin embargo despertamos separados. No estábamos acostumbrados al otro aún. Al salir de la ducha y vestirme frente a ti aun durmiendo, me di cuenta de lo irreal que era intentar cualquier cosa. Vestido, para evitar tentaciones quizás, me acerqué a ti. Dormías plácidamente, con la tranquilidad de un niño, o el cansancio de un adulto. Habías tenido días duros trabajando en el museo y asistiendo al congreso, saliendo con los amigos y organizando el resto de tus días por venir. Me quede observando tu rostro. Quizás sentiste la intensidad de mis ojos, o el calor de ellos, pero te moviste un par de veces. Con una sonrisa a veces, con el seño adusto otras. Te toque suavemente el rostro para despertarte, susurré tu nombre llamándote desde la tierra ignota para mí de tus sueños. Despertaste lentamente, abriendo poco a poco tus ojos, que cambiaban a cada momento de expresión, de brillo. Me sentía atapado en ellos. Te di un beso y me preguntaste si debía irme. Te dije que aun me quedaba algo de tiempo. Tu mano acarició mi rostro y acerqué mis labios a los tuyos. Fue caliente y frio a la vez y el aroma de nuestros alientos se unieron, nuestra saliva y nuestro sudor. Los besos se hicieron más y más intensos. Besé tu cuello y sentí tus senos ponerse duros bajo la blusa. Besé tus pechos a través de la tela y movía las tapas de la cama para poder estar más cerca de ti. Desabotonaste tu blusa y pude ver tu cuerpo más allá de mi imaginación. Los contornos, los colores, la textura. Mis manos solo podían recorrer lo que mis labios tocaban, porque había un fuego que sólo podía ser contenido por mis labios. Besé tu vientre, tú estomago, cada línea y cavidad hasta llegar a tu entrepierna. Besarte y beberte fue un enorme placer. Yacías en la cama como cansada, agotada, quizás asustada ante mi deseo que rompía con todo lo que te habías esperado de este muchacho. Hicimos el amor. Mi sudor se mezclo con el tuyo. Sentí como escondías parte de tu cuerpo a mis ojos. Lo respeté y no lo busqué. Quedamos abrazados en la cama, sudados, cansados, felices. Bromeamos sobre pocas cosas, sin embargo nos reíamos. Preguntabas por mi vuelo, yo creía tener tiempo. Las horas de esa mañana fueron las más cortas de mi estadía, las más cortas que tuve contigo, y sin embargo era las que quería que duraran siempre. Hasta que vi que estaba contra el tiempo para mi vuelo. Tuve que ducharme de nuevo. Mientras tú armaste mi bolso. Al salir solo basto una frase tuya para romper toda la ilusión y enfrentarnos a la realidad. “No entro en tu mochila”

¿Qué había estado pensado? Cuándo la vas a volver a ver? ¿Porqué lanzarse a una empresa que no tiene frutos, cómo desarrollar algo que no se puede desarrollar? Esas ideas fueron detenidas con un beso. No era una promesa, era sólo paz, una tregua en lo que venía. Quizás tú pensabas lo mismo. Un abrazo que fue agradecimiento de una experiencia hermosa. Te recordaré siempre, espero me recuerdes. Salimos y corrí al taxi. Un despedida desabrida y apresurada. Te vi caminar por el costado del parque hacia el óvalo, hacia la misma esquina donde nos habíamos besado.

El avión fue un continuo pensar en quien era esta muchacha con la que me siento tan complementado. Quien es esta muchacha. Los misterios y sorpresas que generabas eran más grandes que las dudas y los deseos de cosas por hacer. Como encontrarte. Como olvidarte si no te encuentro. Una sonrisa me acompaño por varios días. Te busqué en las redes. Ante las preguntas de cómo me había ido en mi viaje, las evadía con un “bien, conocí a mucha gente interesante, es una linda ciudad”

A una semana recibí una carta tuya.

Así, la primera noche fue una caminata, unas cervezas, una pizza. Conversaciones. Nos tomamos de las manos. Nos besamos. Hicimos el amor. El resto es una historia que seguimos escribiendo.

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